Subimos a seis patas, pero con sólo un par de botas. Hocico al suelo uno, y vista hacia arriba el otro. Los robles y los encinos, siempre juntos, son los primeros que nos dejan pasar. Luego los pinos, con sus murmullos siseantes en la ladera, suaves como la mar tranquila, nos harán compañía hasta arriba.
No hay ahora ladronzuelos gargamelinos con cestas. No huele a pólvora, ni se ven destellos entre los arbustos. Ni si quiera los pajarillos se agitan, ocupados en no perder ni una miaja del calor y el sueño que tanto les ha costado ganar. La noche es nuestra y, paso a paso, el disco blanco, entre las nubes ahora tenues, nos muestra el camino, ya conocido, hasta que llegamos a la cima.
La ermita ha abierto sus puertas a la calma, que habita entre sus paredes de piedra a la luz de algunos mediodías concurridos. Con el hocico pegado al suelo mi sombra sigue buscando y rebuscando, dando vueltas de aquí para allá. Yo subo los peldaños, y sé que en ese instante no me quita ojo; no le gusta demasiado verme subir tan alto. Quizás me lee la mente, y sabe que, a veces, como el Principito, me gustaría saltar a mi asteroide, a cuidar de los baobabs, y de alguna rosa. Pero esta noche la luna vigila, y no puedo dar ese paso.
En cualquier caso, no me hace falta ir más lejos. No a mí. La vista es maravillosa. Aunque no pueda reflejarse bien en mi cámara, quizás se invente el artilugio que lo pueda extraer de mi recuerdo. El cielo oscuro de allá afuera, libre por un instante de vapor, está oculto por un reflejo blanco azulado, que abarca todo lo que se ve: al norte las montañas firmes y erguidas; al este, a lo lejos, más allá de muchos valles, cumbres más altas resplandecen, aunque hoy no las puedo ver, mas las añoro; al sur, tierra cada vez más conocida, grupitos de luciérnagas anaranjadas yacen sobre terreno llano, Guerinda entre medio, y los amigos de Don Quijote saludando, con la nariz roja.
Pero no puedo quedarme mucho. En lugar de olisquear, ahora me llaman con aullidos quejosos. Me despido de todos, y bajo a la tierra, donde las boas no comen elefantes, y son sombreros. Sí, sí, ya estoy aquí. Le remuevo el flequillo con la mano, sobre sus ojillos marrones. Respiro esa calma una vez más, y decidimos descender. Aunque no se distingue, el disco blanco posa un momento; un posado entre ramas de pino, pero la cámara no está atenta y no lo ve bien.
Tras el paseo, llego a casa, y el fuego de los que nacieron en esos bosques me devuelve lo que el aire gélido no me ha dado hoy. Al calor del hogar, recuerdo cómo ha empezado el día. Con la misma luna, pero en otro ambiente. Carretera, no muy lejos de allí, hacia calles de otro tiempo, en los altos, estrechas, cerradas y frías. El termómetro tirado por los suelos, puede que más que durante la caminata, nos mantenía despiertos. Pero el asfalto triste y gris era igual de poético que la quietud forestal bajo esa luna que, por encargo del sol, nos aleja las tinieblas.
Y sin embargo, lírica a parte, la noche es poesía, pero no deja de ser peligrosa. Aunque, como el despertar con aire frío en la cara, la vida se siente mejor cuando eres más consciente de que, entre otras vidas, sólo eres una más. Otro puntito bañado por la luna blanca y misteriosa, por la oscuridad del mar en el que no ves el fondo, o por el cielo color azabache.
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