viernes, 23 de mayo de 2008

Morir con las botas puestas

Las líneas que van a seguir tampoco tienen nada que ver exactamente con ese pueblo que, creo, todos o casi todos los que solemos parar por aquí disfrutamos. Pero -con la venia del administrador- me sentía obligado a escribir esto, por tristeza, por admiración, y por respeto.


Los que, desde que tenemos uso de razón, nos hemos ido acercando progresivamente a la montaña, no podemos evitar sentirnos, para siempre, atrapados por ella. Puede que no seamos sherpas o pobladores del altiplano andino, pero en más de una ocasión no nos importaría cambiarnos de pellejo, y renunciar a nuestro mundo cómodo, de caprichos y vicios, por pasar la vida en la montaña.

La primera vez que se sube al monte muchas veces no se recuerda. Sin embargo, cuando el tiempo hace tener en el haber particular varias cimas, más o menos humildes, algunas van grabándose en la memoria como, sin duda, el mayor espectáculo, el más sagrado de los placeres que se pueden disfrutar en esta vida.

El cansancio y la pegajosa sensación de la ropa sudada, las caídas, el peso -a veces virtualmente inmenso, agotador- de las mochilas, y los pies torturados por botas poco cómodas llegan a su punto álgido cuando casi se ha llegado al final. Después, en un segundo, se desvanecen, una a una, todas las molestias.

La brisa siempre fresca de la montaña hace que todo se diluya, en ese aire poco denso que peina las briznas de hierba que, atrevidas, se asoman a la cabeza de la montaña. Si además se tiene la suerte de verse inmerso en un cielo claro y despejado, la vista del paisaje, siempre maravilloso, acaba por evaporar cualquier conexión que todavía se tenga con el mundo terrenal, y por un instante, más o menos dilatado, uno se siente verdaderamente en el cielo.

Dicen los montañeros más experimentados -yo los he oído-, los que se atreven con cumbres de muchos miles, que lo primero que hacen al tocar el cielo con las manos es pensar "ahora a ver cómo bajo de aquí". Yo he rehusado siempre creer en esto. Esta obligación, casi profesional, de volver abajo, siempre va después; no puedo creer que nadie ascienda sin ansiar, aunque sea por una milésima de segundo, sentir ese viento fresco en la cara, ese hálito de vida que sólo la montaña, y que sólo en la montaña, se puede sentir. Si no esperasen sentir esto, lo sé, no subirían.

La experiencia, que siempre es un grado, hace que con el paso del tiempo los intrusos que siempre somos en el monte salvaje disfrutemos, además, en la subida, y en la bajada. Con sólo pisar la ladera del monte le embarga al alpinista una sensación de placer, un sentimiento de estar en un lugar mágico, asombroso, majestuoso. Un reto, porque lo es, a la vez difícil, agotador y tremendamente satisfactorio.

Iñaki Ochoa de Olza se ha unido hace poco al cielo, allí, en el Annapurna, descansando para la eternidad en un panteón inmenso, bello y salvaje. Pamplonés él, y tafallesa Míriam García Pascual (escaladora desaparecida en 1990 en el Meru Norte), no puedo más que sentir admiración, y casi envidia, por ellos; por este final, y ser llevado allí por la montaña, luchando por alcanzar ese sueño de paz en la cumbre, con las botas puestas y el frío calado hasta los huesos.


"Las montañas no son estadios donde satisfacer nuestra ambición deportiva, sino catedrales donde practicar nuestra religión" (epitafio de Anatoli Boukreev, amigo de Iñaki Ochoa de Olza, fallecido en 1997)

1 comentario:

Borja dijo...

PRECIOSO...

ERES UN ARTISTA...! QUÉ MANERA DE ESCRIBIR...

Dan ganas de subir ;) jejejeje.